01 diciembre, 2017

¿QUÉ ES LA CULTURA BASURA?

¿En tu opinión, qué es la cultura basura? Te lo pregunto al igual que lo hice con varias personas antes de aventarme a escribir acerca del tema. La sorpresa fue darme cuenta de que para mucha gente, este concepto de la cultura basura no es muy familiar. Algunos no sabían bien a bien a lo que me refería; otros me empezaron a echar rollo acerca de la cultura de la basura. Ya sabes, aquello de separar residuos, lo orgánico, lo reciclable, etcétera. Eso está muy bien; pero no es el punto. Tenía que decirles que la cosa no iba por ahí y tratar de encausarlos hacia el aspecto cultural con el debido cuidado de no influenciar sus respuestas. Entonces ya empezaban a surgir conceptos un poco más claros al respecto: lo inmoral, lo irrelevante, lo negativo; lo que no pasa de ocurrencia y hasta un síndrome que desconocía: el “wannabismo intelectual”. ¿Encaja tu respuesta en alguna de estas definiciones?

¿Por qué lo inmoral se asocia con la cultura basura? Allá por el año 1857, la novela Madame Bovary, de Gustav Flaubert, fue señalada como obscena. Una ofensa a la moral religiosa y pública. Una historia que se atrevía a mezclar lo sagrado con lo profano. El candidato ideal en su tiempo para ser considerado cultura basura, si nos atenemos a la idea de lo socialmente reprobable. ¿Qué ha pasado con esa obra al transcurrir de los años? Pues “casi nada”: que se convirtió, ni más ni menos, en un clásico de la literatura. No afectó que fuese una obra que muchos despreciaban por su contenido; importó que era una obra bien escrita, realista y atrevida para su tiempo. Así sobrevivió a la sentencia de inmoralidad que en su época causó el sobresalto de críticos literarios y editores asustadizos. ¿Será que en el fondo reflejaba el deseo reprimido de los varones de alta sociedad por cruzarse en la vida de alguna Emma Bovary?

En estos tiempos, y aunque pudiera parecer increíble, la cosa no ha cambiado mucho. Se ha inventado el concepto de cultura basura para acomodar aquello que la sociedad rechaza. Y es atinado, pues en realidad se trata del intento por hacer algo con los desechos de lo moralmente aceptado. Desde esa perspectiva, podríamos decir que es lo peor que se puede hacer y al mismo tiempo es algo tan atractivo que se vuelve una especie de placer culposo. Algo así como el morbo que lleva a muchos a leer a Bukowski y su realismo sucio, por citar un ejemplo de literatura más reciente.
Aquí lo que cuenta es darle la vuelta a aquello que la sociedad dice o piensa que no se debe hacer. Es poder crear algo con total libertad que venga a salvarnos de nuestra realidad, nuestra muchas veces aburrida realidad. Algo que a través de la transgresión nos lleve a fronteras imaginables, pero difícilmente transitables. O tal vez la simpleza de lo divertido que pueda incluso hacernos reír de aquello que nunca nos atreveríamos a hacer. La cultura basura acusada de inmoral se puede valer de lo perverso, sí; pero siempre en complicidad intrínseca entre quien la genera y quien la recibe. Nos interesamos en lo prohibido igual que las moscas se interesan en la… idea de volar libres por el campo.

Dicho lo anterior, qué tal si entendemos la cultura basura como la contracultura que va más allá de los valores. Que los confronta y cuestiona. El dedo flamígero que señala y apunta la tiránica opresión de la moralidad que, al verse amenazada, lanza etiquetas de monstruosidad a lo que no le parece adecuado.

¿Y qué hay de la irrelevancia de tanto contenido que inunda el universo de los medios modernos? Ahí puede haber un excelente argumento para restarle importancia a la cultura basura. ¿Pero, podemos considerar cualquier ocurrencia como cultura basura?

En tiempos de las redes sociales, donde la gente vive más preocupada por los likes que por cualquier otra cosa, ser uno mismo parece casi revolucionario. Y sí, hasta puede resultar contradictorio, pero la realidad es que, a pesar de la fugacidad propia de los medios digitales, la autenticidad se premia con atención mediática. El punto es diferenciar lo genuino y original del plagio o la copia.

La expresión digital funciona como remedio para liberarse de la auto-represión. Mandar un “tuitazo” al vacío puede servir muy bien como terapia de desahogo; nomás con el debido cuidado de no ser mandatario de alguna potencia mundial que pueda desestabilizar la paz o economía mundial. Fuera de excepciones de ese tipo, el hecho coincide con una parte esencial de la cultura basura: su forma democrática de expresión que permite, entre otras cosas, conocer, entender y empatizar con el que es diferente. Hasta ahí todo bien; ¿pero qué pasa con el contenido basado en ocurrencias o troleo?
Hay gente con la dudosa virtud de hablar mucho sin decir nada, o sea: cantinflear. Peor aún, desde el punto de vista creativo, molestar puede ser algo realmente sencillo. Es tan simple como recurrir al ego del individuo que se ofende porque en el fondo carece del talento para soportar la crítica, ya sea fundada o infundada. Por otro lado, el que critica se siente realizado cuando alguno de sus dardos envenenados da en el blanco y logra enganchar a su objetivo en una disputa tan estéril como irrelevante. ¿Forma esto parte de la cultura basura? No.

El hecho de que lo fugaz e irrelevante esté de moda no le da en automático el grado de cultura basura. Es oportunismo, es ocurrencia; muchas veces hasta se da de manera accidental. Aquí la pregunta que cabe, lejos de si nos gusta o no, es si existe un fondo, una razón de ser o un objetivo. Si la respuesta no va más allá de llamar la atención, difícilmente podría entrar en la categoría de cultura basura.
En la relación sociedad-gobierno, la cultura basura cumple una misión transgresora. Es la incomodidad que pone en entre dicho la honorabilidad del dirigente y muchas veces termina por desnudar el fondo putrefacto que habita debajo del sistema. Es una herramienta que sirve como válvula para regular la presión de la inconformidad social contra gobernantes y políticos. Los caricaturistas mexicanos brillan con luz propia y sobrado talento en esta forma de expresión, como es el caso de Eduardo del Río, “Rius”, y sus geniales personajes. Desde luego, ahora también están los “memes” como una de las mejores formas democráticas de desahogo en contra los círculos de poder.
Para sobrevivir en una sociedad regida por lo políticamente correcto, es necesario transitar por los sótanos de lo indebido. Una especie de terrorismo humorístico para avergonzar al opresor. La reacción saludable a la forzada imposición del buen gusto. Y para romper las reglas del buen gusto, el primer paso es conocerlas. De ahí que en la misma cultura basura se pueda distinguir lo bien hecho de lo malo. Hay que tener las bases para sustentar lo dicho y hacerlo con calidad.

Llegamos al campo de lo bueno y lo mal hecho. La cultura basura debe estar bien hecha por la simple razón de que es la reivindicación de lo que la cultura selecta desprecia. Es su lado opuesto y no pueden existir el uno sin el otro. Ambos se necesitan porque muchas veces, a lo largo del tiempo, intercambian posición. Un ejemplo de esto en la literatura es El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. Una obra que pasó del catálogo de lo desechable al de lo clásico. Como muchas otras de su época, empezó a publicarse en un periódico a manera de entregas semanales. Para mucha gente, era una novelita sin mayor importancia hasta que empezó a generar tal interés, que el editor le pidió a Dumas que la extendiera lo más posible, cual telenovela mexicana ochentera. Hoy en día, quién se atreve a decir que la obra no es un clásico. Aunque pueda o no gustar, ha superado la prueba del tiempo.

Esto nos lleva a un último punto a tratar. ¿Es atinado relacionar la cultura basura con lo popular? Nunca faltará el petulante intelectual que vaya por la vida etiquetando lo bueno y lo malo y despreciando obras artísticas bajo la lógica del “me gusta” o “no me gusta”. Para esos casos, lo que se me ocurre es alguna categoría del tipo “crítico basura”.

Conozco una anécdota sobre un notable escritor del siglo pasado. Como no tengo forma de corroborarla, me abstengo de mencionar su nombre y solo contaré el hecho a manera de ilustración final de este texto: él decía que odiaba que otros autores le dieran a leer sus escritos para obtener alguna opinión. Que su respuesta siempre sería la misma: lo odiaría. Si el texto era malo, lo odiaría por haber perdido su tiempo en leer semejante porquería. Si al contrario, resultaba que era bueno, igual lo odiaría por el coraje de no haber sido él quien lo hubiera escrito.

@xosemamero
Artículo publicado en la Revista Lee+ de diciembre 2017, edición num 103.

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