01 agosto, 2017

REALITY LITERARIO

LA LITERATURA ES A LA CULTURA LO QUE LA FRIVOLIDAD A LAS APARIENCIAS
Bienvenido seas, estimado lector, a lo último en reality shows. Y mira si ha de ser original esta forma de espectáculo, que aquí no vamos por ningún canal, ya sea abierto o de paga. No se trata de un streaming, ni de alguna plataforma digital; mucho menos de las redes sociales. Es más, te confieso que no hubo audiciones para seleccionar a los participantes. El que los protagonistas ya no vivan en el sentido práctico del corazoncito que aún late es parte de la innovación. Se presentan ante ti, por medio estas líneas, tres grandes de la literatura del siglo XIX para exponer, debatir y criticar el tema de las apariencias. Lo harán desde la trinchera de tres obras escogidas para este efecto. Damas y caballeros, recibamos con un fuerte aplauso (se vale dejar la revista a un lado para aplaudir) a nuestros contendientes de hoy: desde Dublín nos acompaña el esteticista irlandés, Óscar Wilde, con su novela El Retrato de Dorian Grey; de Dover en el Reino Unido, está con nosotros el poeta rompecorazones, George Lord Byron, representado por su obra Don Juan; y desde Oslo nos acompaña el hijo pródigo de la dramaturgia Noruega, Henrik Ibsen, de la mano de su Casa de muñecas.
El espectáculo está garantizado y los participantes impacientes, así que vayamos directo a la acción. Señores, les lanzo la siguiente pregunta: ¿son las apariencias una frivolidad?
—Una pregunta tan vulgarmente formulada exige una respuesta aniquiladora —toma la palabra el poeta Wilde—. Y para tal efecto recurro a la voz de Lord Henry, personaje de implacable crítica en mi obra. En los días que corren, donde la gente sabe el precio de todo y el valor de nada, la apariencia puede considerarse como algo de suprema importancia. Es lamentable llevarla al campo de la trivialidad como expresión y privilegio de unos cuantos, sí; mas es necio negar que vivimos en una época en la que ciertas cosas innecesarias son nuestras únicas necesidades.
—Debo agregar algo a lo dicho —interviene Lord Byron—, ningún don Juan se puede permitir pasar de largo al jugueteo de los espejos antes de presentarse en público. A menos que la vida le vaya en ello y tuviera que, por ejemplo, vestirse de mujer. Cosa que por más vergonzosa que sea, puede resultar, a la mera hora, en una chusca y casi afortunada situación. Y todo, gracias a las apariencias.
—Millares de relaciones se han fundado y mantenido con base en las apariencias —irrumpe el dramaturgo Ibsen en la conversación—. Pero eso no le quita el distintivo de frivolidad, pues en el fondo hay desierto y sequía como símbolo de infelicidad; son amores de fotografía, de selfie, como le llaman ahora, pero nada más.
Al momento los participantes marcan una incipiente pauta de opinión. Es clara la identificación entre Óscar y George, así como una postura opuesta en Henrik. ¿Seguirán por esa línea o veremos un cambio? Es interesante el concepto que ha saltado a la mesa: la selfie. ¿Qué pueden comentar al respecto, señores?
—Me atrevo decir que esta manifestación no es otra cosa más que el deseo de inmortalizar la belleza estética —apunta Óscar—. Es el artista Basil Hallward que pinta a su amado con trazos guiados por la inspiración que solo la pasión es capaz de generar. Esto sin detenerse a pensar que la belleza auténtica termina donde empieza el aire intelectual.
—¿El pintor que inmortaliza a su amado —reflexiona George—? No imagino ni por un instante a don Juan despertando pasión en nadie más que alguna doncella.
—Acierta usted, Lord Byron, en lo que respecta al contexto de su obra —replica Wilde—; mas lo invito a encontrar las semejanzas entre don Juan y Dorian Grey. Tal vez se sorprenda de ver lo parecidos que son. Incluso en las tragedias que provocan con su conducta egoísta.
—No es mi intención inmiscuirme en su discusión, respetados caballeros —interviene Henrik—. Pero sí quiero tomar esta última palabra que escuché en voz del dublinés: egoísmo. La costumbre moderna del autorretrato indiscriminado bien hubiera servido en mi obra para aderezar la farsa en que vivían Helmer y su esposa Nora. El solo pensar en sí mismo necesita medios y formas para proyectar al mundo una falsa realidad de felicidad. A eso, muy señores míos, lo llamo simulación.
Se abren nuevos frentes en el debate y no podemos dejar pasar de largo dos temas importantísimos que aquí se han perfilado. Me gustaría detenerme para abordar uno por uno. Lord Byron, ¿qué pasa con su don Juan vestido de mujer?
—Pasa justo lo que todo mundo puede leer en mi obra —responde Byron—. Es una situación embarazosa que mi personaje rechaza, aunque las circunstancias lo obliguen.
—Se sirve usted de la belleza física de su protagonista para hacerlo pasar desapercibido en tan singular situación—complementa Wilde—. ¿No le parece acaso una señal de que la belleza no responde, ni corresponde, a ningún género en particular?
—Me pone usted, estimado amigo —retoma Byron—, en un aprieto del cual prefiero que sea el lector quien dé respuesta a su incisivo cuestionamiento. Bien sabe usted que en mis tiempos, así como en los suyos, y aún en los presentes, ese tema no es sencillo de tratar abiertamente.
—Siglos XIX y XXI —afirma Wilde—, tan distantes cronológicamente y al mismo tiempo tan similares en la forma de pensar de la sociedad. Aunque en la cuestión de género sí percibo significativos avances, el tema del narcisismo me parece que ahora florece con mayor vehemencia.
La discusión sube de tono y me veo en la necesidad de reencauzar el debate. Señor Ibsen, usted mencionó hace un momento simulación. ¿Qué tienen que ver las apariencias con la simulación?
—Por su puesto, y gracias por cederme la palabra —dispone Henrik—. Mi obra expone uno de los peores males que aquejan a una buena parte de los matrimonios. El recurso de las apariencias sirve para simular felicidad. Es un siniestro juego donde uno de los integrantes de la pareja, frecuentemente la mujer, finge dicha y alegría cual gorrión que canta atrapado en su jaula de oro; mientras que la otra parte, el hombre adormilado por su narcisismo, no se percata, o no se quiere dar cuenta de la infelicidad de la persona que tiene a su lado y que dirige como si fuera una muñeca de trapo.
—Don Juan así lo reconoce —interviene Byron—. Y por lo tanto entiende que el amor para las mujeres es cosa deliciosa y temible al mismo tiempo.
—En este punto, no tengo más que coincidir con ustedes, caballeros —expresa Wilde—. Tal cual lo manifiesto en mi obra cuando uno de mis personajes afirma que el único encanto del matrimonio es que exige a ambas partes practicar asiduamente el engaño.
Señores, me dejan boquiabierto. Y no es por verlos coincidir en opinión, sino por la devastadora afirmación que leo y deduzco a partir de sus respectivas frases. ¿Es que acaso el amor no es más que una apariencia para ustedes?
—El amor va más allá de las apariencias, lo es todo, el amor siempre gana —toma la palabra Lord Byron—. Don Juan es un conquistador por naturaleza. Es un aventurero que vive por amor en cada episodio de su vida. Sabe que siempre llegará un nuevo rostro a tentarlo y tiene bien claro que solo en la primera pasión se ama al amante; en las demás, tan solo al amor.
—Veo valentía y coraje en la propuesta de Lord Byron —continua ahora Henrik Ibsen—. Solo espero que su don Juan jamás se case para evitar caer en las apariencias forzadas. En el caso de mi obra, Elmer, el protagonista, también perfila una salida esperanzadora para el amor, aunque corresponde al público captarla, entenderla y decidir si cree en milagros: ¿existe quien sacrifique su honor por el ser amado?
—Me estremece la palabra siempre —habla Oscar Wilde—. Es la mejor forma de echar a perder todas las historias de amor. Es más, las historias de amor son en sí mismas el engaño; no así el amor. Las personas que solo aman una vez en la vida son realmente las personas superficiales. El verdadero amor va más allá de las apariencias, aunque tiene la debilidad de florecer con mayor frecuencia ante la belleza de la juventud; pero al igual que mis colegas, dejo en el veredicto del lector juzgar El Retrato de Dorian Grey como la maldición implícita en el deseo por la juventud eterna o como la trágica historia de la perversa relación entre el amor y la apariencia.
Llegamos así al final de este Reality literario. Espero, estimado lector, que lo hayas disfrutado tanto como yo al escribirlo. Sé que es un atrevimiento darle voz a estos monstruos de la literatura de esta manera. Pero si es la forma de ponerlos de nuevo en foco de atención, crítica y debate con las nuevas generaciones, vale la pena intentarlo. Muchas gracias.
@xosemamero
Artículo publicado en la Revista Lee+ de agosto 2017, edición num 99.

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