23 septiembre, 2013

TSAR KÓLOKOL

Entró un guardia en nuestra celda. Mi hijo, Mikhail Ivanovich, inmediatamente se interpuso entre el visitante y mi maltrecha humanidad. El soldado no venía para llevarse a ninguno de los dos. Estaba ahí para darnos un mensaje. Empezó por decirnos que la emperatriz Anna Ioánnovna Románova estaba muy disgustada por el fracaso que recién habíamos tenido. Sin embargo, estaba dispuesta a darnos una segunda oportunidad. Que si lográbamos construir la campana más grande que el mundo nunca hubiera visto y cuya sonoridad se pudiera escuchar a todo lo largo y ancho de Moscú, se nos perdonaría y podríamos seguir nuestras vidas de forma normal. Se nos dijo que nos darían todas las facilidades para desarrollar el trabajo, pero que seguiríamos presos. Contaríamos con ayudantes para el trabajo duro y guardias para vigilarnos durante toda la jornada de trabajo. A partir de ese día de agosto, tendríamos hasta finales de noviembre para terminar nuestra obra y que de no hacerlo bien, seríamos ejecutados por desobediencia a los designios de la Madre Rusia.

El guardia se retiró y nos quedamos solos mi hijo y yo. Mi intento por tranquilizar a Mikha me quitaba gran parte de las pocas fuerzas que me quedaban. Tarde me di cuenta de que a los setenta años ya no se tiene la misma energía de antes. Esa mañana, en mi desesperación al ver que nuestro intento había fracasado, decidí tirarme desde una altura de más de cuatro metros pensando que así me libraría de la vergüenza. Había sido un tonto. ¿Acaso pensaba dejar a mi hijo sólo para que afrontara mi descalabro? Sobreviví a la caída y ahí estaba, junto a mi hijo y su desesperación. La celda donde nos tenían presos era oscura, fría y tenebrosa. No medía más de cuatro metros de largo por tres de ancho. Lo único de lo que disponíamos era de una vieja mesa con dos sillas de madera carcomida por los años y la humedad, un balde para nuestras necesidades básicas y un piso cubierto de heno para dormir cual viles asesinos. En el fondo había una ventanita de no más de treinta centímetros de ancho, cruzada con tres barrotes de hierro y a más de dos metros de altura. Mi hijo colocó una de las sillas debajo de la ventana para poder asomarse. Me dijo que se alcanzaba a ver claramente la silueta del Kremlin. La luz que entraba por la ventana a esas horas de la noche era muy débil. Le pedí, le rogué a mi hijo que tratara de dormir. Le dije que a partir del día siguiente tendríamos una nueva oportunidad y que saldríamos adelante. Mikha lloraba. No estoy seguro si su llanto se debía a que sabía que enfrentaba una misión casi imposible o a que me veía en un estado lamentable. Tal vez su tristeza inconsolable se debía a ambas cosas.
Al llegar el alba despertó mi hijo. Yo no había podido dormir. Afortunadamente logré ver la luz de un nuevo día y tuve la oportunidad de darle indicaciones precisas a Mikha. Le dije que se animara, que yo iba a estar bien. Ambos sabíamos que por mi situación me sería imposible acompañarlo al campo de trabajo. Mis piernas estaban destrozadas, ya no las sentía. Un intenso dolor en el abdomen era señal inequívoca de que algo estaba muy mal conmigo. No sabía cuántas horas de vida me quedaban. Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para fingir que me sentía mejor.
– Mikha, así como lo soy yo, lo fue tu abuelo y su padre. Somos una dinastía de artesanos que fabrican las mejores campanas del mundo. Tú también eres un Motorin. Tú también traes en la sangre la habilidad divina de nuestra estirpe. Tienes que confiar en ti mismo. En cuanto lleguen los guardias alza la cara, asume la personalidad de tu linaje. Sal al campo y busca la mejor arena para la fundición. Nuestro error fue haber hecho el pozo muy cerca de los pastizales. Busca un lugar más árido y ordena que se cave el pozo más profundo. Vamos a hacer una campana enorme. Que tenga una altura y diámetro de más de seis metros. Ordénales a los fundidores que preparen el doble del bronce que tienen. Que no sean cien, que sean doscientas toneladas. Duplica el trabajo de la preparación. Y si alguien se atreve a llamarte loco, dile que venga aquí, frente a mí. Que venga a decirle al gran Iván Feodorovich que su obra, que tu obra, no es posible. Te aseguro que nadie se atreverá.
Finalmente llegaron los guardias. Mi hijo se fue con ellos. Me quedé sólo en la celda. Conforme transcurría el día, la luz que entraba por la ventana me permitió darme cuenta de lo deprimente que era el lugar en el que estaba. Pronto descubrí que varias alimañas rastreras habían hecho buen refugio cerca del rincón donde yo estaba. Al parecer apreciaban el calor que mi cuerpo generaba. Los guardias habían dejado un plato con comida en la mesa. Varias cucarachas ya lo habían encontrado y desde hacía rato que se daban un festín. Incluso un ciempiés rondaba alrededor del plato en busca de algún bocado. Yo no tenía hambre. Poco a poco fui sintiendo menos dolor. Hacia el medio día el sol brillaba en lo alto y fue el momento de menos frío. Recosté mi cabeza en el suelo para mirar al techo. Las vigas de madera estaban cubiertas de telarañas y pasé los siguientes minutos buscando con la vista alguna araña viva. Encontré una. Se trataba de una gran araña negra, de unos cinco centímetros, que recién había atrapado una polilla y se disponía a convertirla en capullo para devorarla más tarde. Nunca me habían gustado las arañas, pero ésa era especial. Se veía tan fuerte, tan orgullosa, tan hábil. Fijé mi vista en ella. La araña del techo seguiría ahí sin importar qué nos pasara a Mikha y a mí. Ningún soldado la amenazaría. Ninguna emperatriz le ordenaría jamás construir una monumental telaraña. La araña del techo. Ven por mí, llévame arriba contigo. Ayúdame a seguir viviendo para mi hijo. Ahí estaba la araña. Me quedé mirándola fijamente. Mis ojos ya nunca se separaron de ella. La araña del techo, la araña del techo.
Mi tranquilidad se rompió con el estrepitoso grito de mi hijo cuando regresó. Pasó varias horas sumido en llanto junto a mi cuerpo inerte. Ya entrada la madrugada cayó rendido en un profundo sueño. La noche era especialmente tranquila, pero fría. Se escuchaba a lo lejos el canto de las lechuzas. Mi hijo me hablaba entre sueños. Estaba lleno de dudas. Su cuerpo temblaba en una fatal combinación de hielo y miedo. Yo tenía que hacer algo, no podía dejar solo a mi hijo. Empecé a tejer una manta para protegerlo del frío. Nunca antes me había sentido tan hábil en el arte del tejido y estaba asombrado de la velocidad con que lo hacía. No tardé mucho en terminar una sedosa y transparente frazada que dejé caer sobre mi muchacho para que lo protegiera del gélido clima. Inmediatamente pude ver que se tranquilizaba un poco. Me acerqué a él de manera silenciosa y discreta.
– Mikha, no llores más por mí. Estoy mucho mejor que nunca. Los achaques de la vejez y los dolores de la enfermedad ya no habitan en mí. Mi alma es libre y mi decisión es no dejarte sólo. Bendito sea nuestro oficio que nos ha dado nombre por generaciones. Maldita la circunstancia que nos ha puesto en esta situación. He tenido que entregar mi cuerpo, pero mi espíritu se queda contigo hasta el final. Ahora que amanezca, levántate con nuevas fuerzas, sigue buscando el mejor lugar para la fundición. Confía en mí, confía en tu destino. Tendremos éxito.
Al día siguiente mi hijo se levantó con su ánimo renovado. No entendía bien lo que había pasado, pero estaba tranquilo. Se lo llevaron temprano a seguir trabajando. Un par de horas más tarde los guardias recogieron mis desechos humanos. Me sentí extraño. Desde el techo vi cómo se llevaron el cadáver, cómo se llevaron mi cuerpo. Fue un choque emocional muy fuerte para mí. Yo que siempre había sido escéptico respecto a la vida después de la muerte. Sin embargo, seguía ahí. Dispuesto y entregado para ayudar a mi hijo a salir adelante en esa misión que representaba su vida misma.
Terminó agosto y para septiembre mi hijo ya había encontrado el lugar adecuado y había ordenado que se cavara la enorme fosa para la fundición. Su ánimo no era el mejor, pero él sabía que extrañamente algo sucedía durante la noche pues cada día, al despertar, tenía plena seguridad de qué era lo que tenía que hacer. Se volvía a sentir lleno de ganas por vivir. Además, tenía un nuevo amigo. Una gran lechuza blanca siberiana de plumaje blanco inmaculado lo visitaba frecuentemente por las noches. La lechuza se paraba en el filo de la ventana y pasaba largos ratos de curiosa inspección al interior de la celda. Mikha se sentaba en el otro extremo sobre el piso y se quedaba como hipnotizado con la mirada fija en los amarillos ojos de la hermosa ave. Yo presenciaba la escena desde mi rincón en lo alto. La primera vez me causó sorpresa. Después me fui acostumbrando y una noche decidí esperar a la lechuza colgado en la ventana. Yo sabía que se venía lo más difícil del trabajo para mi hijo. Ya no bastaría con recibirlo por las noches y hablarle cuando durmiera. Para mí era tiempo de salir, era tiempo de volar. No sé bien que sucedió esa noche, pero al día siguiente pude acompañar a mi hijo desde el aire.
Octubre se pasó volando. La estructura de madera que sostendría a la campana una vez fundida no tenía precedentes. La gente cada vez más y más se sorprendía del trabajo que Mikha estaba dirigiendo. A veces, al medio día, mi hijo se sentaba bajo un árbol a descansar. Esos momentos eran justo lo que yo aprovechaba para acercarme a él. Muchas veces le dejaba caer algún alimento cerca. Algún fruto e inclusive algún roedor que cazaba. El otoño en Rusia es duro y yo me iba a asegurar de que mi hijo no enfermara. Por las noches lo visitaba y lo hipnotizaba con mi ulular. Despierto no entendía nada, solo disfrutaba. Dormido comprendía que era su padre el que seguía junto a él.
Llegó noviembre, el plazo que nos había dado la emperatriz estaba por vencer. Más de doscientas toneladas de bronce ya estaban listas para dar forma a la gran campana. El molde estaba terminado, la estructura impresionante se levantaba a más de veinte metros de altura. Las carretas con carbón y decenas de trabajadores ya sólo esperaban la orden para empezar el vertido y la fundición. La titánica labor llegaba a su clímax. Mikha dio la orden para empezar el proceso. Aún habrían de pasar varios días para saber si la fundición había sido exitosa o no. Una vez terminado todo el proceso, a mi hijo ya no lo dejaron salir de la celda. Por orden de la emperatriz, mi hijo sería prisionero hasta que la campana repiqueteara.
El 25 de Noviembre de 1735 un soldado entró a la celda para informarle a mi hijo que habían terminado de retirar la escoria y que la campana no se había fracturado. Estaba en una sola pieza y había sido fundida con éxito. Se trataba de un joven militar y se notaba rebasado por la emoción. En un momento casi llegó a abrazar a mi hijo, pero se contuvo. También le dijo que ya se aprestaban a venir a Moscú varios artistas que harían hermosos grabados en la campana y que sería cuestión de días, o a lo más semanas, para que quedara lista y la pudieran hacer sonar en una gran inauguración a la que vendría la emperatriz. El guardia sabía que Mikhail no sería libre hasta que la campana estuviera totalmente terminada y retumbara gallarda con una sonoridad que cubriría a todo Moscú de Este a Oeste.
Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Los grabados de los artistas quedaron listos y la campana, de más de doscientas toneladas, fue levantada en su estructura y quedó a espera de su inauguración. Pasó todo el año 1736 y la emperatriz no programó ninguna ceremonia. Se decía que estaba muy ocupada en su palacio con los preparativos para darle un magno lugar a la gigante campana. La verdad es que nunca creyeron que fuera posible hacerla y no sabían ni cómo transportar semejante coloso.
Mientras en su celda, mi hijo se consumía poco a poco. Me dolía en lo más profundo del corazón verlo así. Mi canto nocturno ya no podía darle el mismo ánimo de antes porque ya no había una razón de trabajo. Me sentía engañado. Me sentía furioso. Volé hacia donde estaba la causa de nuestra desgracia y me posé en su punto más alto.
– ¡Oh, gran campana del Zar! Me has costado la vida y el tormento que ahora sufre mi hijo. No vengo a ti como un gran señor, me presento ante ti como un humilde padre que ha habitado el techo del último refugio de sus miserias humanas. Que ha transfigurado su existencia de la tierra al cielo. Que ha roto las reglas del descanso eterno. Vengo a pedirte que le des libertad a mi hijo. Ahora que estás convertida en una realidad con la que ni los zares mismos saben qué hacer, estoy aquí para proponerte un intercambio de deseos, un acuerdo de honor: Campana no es aquella que guarda silencio. Tu propia majestuosidad te ha condenado a ser y no ser. Y mientras tanto, tu creador muere poco a poco en una triste y oscura celda no muy lejos de aquí. Los responsables de nuestras desgracias nos guardarán en un cajón y nos olvidarán. No permitamos que así suceda. Danos muestra por una vez en la eternidad de tu gran poder. Que toda Rusia te escuche. Vuélvete un mito irrepetible. Que se hable de tu poder en los siglos por venir. Que tu gran estruendo libere a mi hijo. Tu magnificencia concentrada en un momento de esplendor, de grandeza para ti, te la cambio por la vida que tiene por delante Mikhail. Que sea indudable tu veredicto ante toda Rusia. Que mi hijo pueda salir y seguir su vida. Que pueda encontrar el amor, casarse, tener hijos y después morir en paz. Nosotros te hemos dado todo. Yo no te pido nada para mí. Sólo te pido que ahora seas tú la que le devuelva su vida a mi hijo.
En mayo de 1737 un gran incendio se desató muy cerca del Kremlin. Los intentos por sofocarlo fueron inútiles y el fuego se extendió en todas direcciones. La cárcel fue de los primeros lugares donde comenzó el caos. Mi hijo parecía resignado a morir encerrado. Su celda se llenaba poco a poco de humo. Él estaba sentado y veía a la ventana de forma imperturbable. Su mirada parecía la misma de años antes, cuando me solía acompañar a mi taller de fundición. Si bien su rostro reflejaba tristeza, sus ojos aún tenían la luz que siempre habían proyectado. La puerta de madera de la celda ardía, pero se mantenía en su lugar. Era imposible salir. El fin parecía inminente.
Un gran campanazo sacudió todo Moscú. Su poder fue tan grande que hizo retumbar todos los edificios como si se tratara de un terremoto. No hubo ser humano en la ciudad que no sintiera el tremor y que no se sacudiera ante el imponente rugido metálico nunca antes escuchado. Tal fue la fuerza de la onda sonora, que la puerta de la celda de mi hijo cayó al suelo de forma estrepitosa. Mi hijo se repuso del impacto que le había producido aquel sonido y volvió en sí. Se levantó y salió corriendo de la celda. Había recuperado su libertad.
El día siguiente al incendio fue el último que recuerdo. El gran estruendo que sacudió a toda la ciudad fue el primero y último sonar de la gran campana. El fuego había debilitado la estructura que la sostenía y fue inminente su caída. La campana se desplomó contra el piso y se rompió. Lo último que vi fue a mi hijo caminar lentamente, alejándose de su creación. Era como un padre que se despide para siempre y en paz de su hijo. Quedará por siglos ahí de testigo la gigante y silenciosa campana. Quedará para siempre orgullosa de haber hecho retumbar en sus centros, aunque sea una única vez, a su madre patria Rusia. Pero tal vez, quedará más orgullosa de haber cumplido con su parte en nuestro acuerdo de honor y haber devuelto la libertad, tan merecida, a su creador.
FIN
@xosemamero 2013

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